La fórmula mágica




Cuando nos conocimos hace ya casi treinta años, me pareció como un marciano. Hacía falta ser un bicho muy raro en aquel tiempo, en aquel país, para “dedicarse a los perros”.
Alberto trabajó mucho durante aquellos primeros años. Sus jornadas laborales rondaban todos los días las doce horas. Tenía el monopolio de la peluquería canina en Zaragoza. Pelaba perros por la mañana y por la tarde: ocho, diez o doce perros todos los días. A mediodía acudía al criadero situado en la finca de veraneo de sus padres a las afueras de Zaragoza, y allí, durante alrededor de cuatro horas, atendía la docena de perreras que le habían permitido instalar, robando espacio y calma al esparcimiento familiar.
Jamás le he visto dudar de su elección, y eso es determinación. Si a esa cualidad, se le suman la sensibilidad de un artista plástico, y una cabeza capaz de contener un conocimiento enciclopédico sobre líneas de sangre, sobre criadores y perros, casi tenemos la explicación al “fenómeno Chelines”.
Pero, para conseguir un éxito como el suyo, en tan sólo cincuenta años de vida, hace falta todavía una cualidad más: una salud de hierro. En un país sin “tradición perruna”, todo, absolutamente todo estaba por hacer, y había que hacerlo en persona, casi cara a cara. Era ese un tiempo sin teléfono móvil, ni internet, ni vuelos baratos. Alberto nunca ha dejado de asistir a una exposición, no ha aplazado un compromiso, una cita o un viaje, jamás.
24 horas al día, 7 días por semana, 365 días al año durante 50 años de vida. Perros, perros y perros.